Cuerpo sano. La mente... ya veremos.

Siempre había oído que los jubilados estaban en las obras de la ciudad. Los jubilados de educación en Zaragoza os aseguro que no. Están en el gimnasio. Lo cierto es que con la crisis no hay obras, solo algún reventón.

Lo primero a destacar es la hora de llegada. Aparecemos sobre las nueve de la mañana, reminiscencias de nuestra hora de llegar a la escuela. Hartos de estar en casa, después de desayunar y hacer las faenas domésticas corriendo, como si tuviésemos algo muy importante que hacer.

Somos jubilados a los 60 (algunos con la propina y otros por si acaso luego no nos dejaban). Llevamos un uniforme, recién comprado en Decatlón (es el kit de esta temporada), compuesto por pantalón de chándal, camiseta, deportivas nuevas y el chaquetón con el que íbamos al trabajo estos inviernos pasados. Este es en el de acceso al gimnasio. Al salir de  los vestuarios llegamos a las clases o la sala de aparatos con un nuevo atuendo. Los hombres pantalón corto, camiseta , piernas delgadas y, de serie, cabello gris o calvicie, barriguita y gafas. Las mujeres mallas negras (pantalón de licra pegado al cuerpo que manifiesta todos los defectos), camiseta, chaqueta para el frío y, de serie, dos modelos: con michelines y cutis bien estirado o sin una onza de grasa y cara arrugada. Eso sí, unos y otras nos afanamos mucho en cumplir con las normas de los profesores de las actividades. Hay mucha más gente, pero no es interesante en estos momentos.

Nos reconocemos casi todos de algún curso del CEP, de haber trabajado juntos o de haber formado parte de algún cargo político. Algunos nos saludamos y otros nos miramos pensando “tu cara me suena; seguro que de algún grupo de trabajo del CEP donde en los 80 nos hartamos de hacer dinámica de grupos”.

Entre todas las actividades, la que más me gusta es aquacombat. Se trata de hacer boxeo en el agua (donde las articulaciones sufren menos). Una chica joven, ágil, delgada y sonriente dirige la clase desde el borde de la piscina. Lleva un auricular con megáfono y pone una música con un ritmo a tope. Todo esto es propio de un gimnasio. En el agua 20 personas de las descritas anteriormente o similares intentando hacer lo mismo que la profesora, con mucho interés y muy motivadas. Damos golpes en una barbilla imaginaria, ganchos de derecha e izquierda, corremos, sprintamos, saltamos, damos puñetazos en el agua y de vez en cuando la profe dice: ¡saltad!, y todos intentamos elevarnos al aire  como si fuéramos peces voladores (levantamos un palmo del suelo) mientras gritamos un monosílabo gutural que no he legado a identificar. En una palabra todo muy americano, para sesentones aragoneses, en un gimnasio pijo.


Esta clase sí me divierte y me produce menos angustia que la de “espalda sana” (que no he abandonado) o la sala de máquinas, que me recuerda una sala de tortura de algún castillo de alguna galaxia fantástica.

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